sábado, 4 de junio de 2011

La tortuga zen

Llevamos treinta y tres años juntos jugando a encontrar fresas enanas entre los sombríos bosques del País Vasco, cuando llega el mes de junio. De un tamaño tan pequeño como la uña del dedo meñique, les llamamos mañígulis. Son silvestres, de un olor agridulce, y para percibir la intensidad de su sabor has de estrujar tres o cuatro contra el paladar.

Las actividades de un sábado por la mañana consisten en coger mañígulis tras una largo paseo en bicicleta, descubrir en el estanque a una tortuga cuya relajación zen envidiaría un monje del templo Shaolin, y tirar palitos a una rana que practica el desapego: no se inmuta.

Con mi compañero de los últimos treinta y tres años rozo el éxtasis de lo que es, de lo que existe; sin pedirle a la vida más de lo que da a raudales en todas las direcciones en las que nos paremos a sentir, a mirar.

Ya lo dijo el poeta... se hace camino al andar... y aún cuando el sendero tiene sus pronunciadas curvas y puertos de montaña, somos capaces de disfrutar, incluso cuando la visión se torna borrosa producto del cansancio o la vejez.

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